Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de abril, 2018

Locura

Sangre . Me encanta el olor a sangre.   Pero lo que me encanta más aún, es tenerlas a mi merced. No pueden oponerse a mi voluntad. ¡Es tan divertido! Puedo hacer con ellas los que yo quiera. Eso me permite darle rienda suelta a mis más perversos caprichos.   Con cada una, me supero en crueldad. Llevo siglos desquitándome por esta maldita inmortalidad. Ojalá yo pudiera morir. Ojalá pudiera sentir dolor, o lo que sea, pero sentir… Con Marcela, debo confesar, me encariñé. Ojo, no es que me contradiga con lo que dije recién sobre sentir. Digo que me encariñé porque su caso fue especial. Era la más despierta de mis víctimas, la más lúcida. Fue la única que no intentó librarse de mí con crucifijos, rezos y agua bendita.   Ella me veía realmente. Creo que hasta percibí compasión en sus ojos, clavados en los míos, rojos de ira, rebosantes de ganas de hacer daño. No tenía derecho a tenerme piedad. Yo no la tuve, ni la tendría que con ella. Para comprobarlo, la obligu...

Cambios

Hola, soy Gabriel.  Vivo en la casa de mi abuelo. No sé bien dónde queda, pero dicen que es la Capital. Vivimos con mi papá y mi hermana en una pieza que da al patio, que a la vez, es el garaje. También viven con nosotros mi abuelo y mi tía, la hermana de mi papá. Mi mamá falleció cuando yo era muy chico. Pobre, casi no me acuerdo de ella. Bueno, pobre yo también. Crecer sin mamá es algo que no se lo deseo a nadie.  Pasando las habitaciones, está el comedor, y detrás de éste, el jardín. Allá al fondo, al lado del gallinero y los rosales, en el verano se arma la pelopincho. Sacarnos a mi hermana y a mí de la pileta, es casi una misión imposible. Mi abuelo es lo más. Hace unos pucheros riquísimos en invierno, y un arroz con leche para chuparse los dedos.  Nos lleva al colegio, nos trae de vuelta. Nos prepara la chocolatada. A veces vamos en tren con él. Me dice que el tren sabe adónde vamos, por eso  su marcha suena “catán, catán… catán, catán…”. Salir co...

Tesoros escondidos

En mi casa había muchas cosas que eran un misterio. O al menos, esa era la entidad que yo le daba, desde mi mente de niño. Los estantes más altos de la alacena; la puertita del vajillero, que se abría hacia abajo;  el cuartito de herramientas, eran sólo algunos de los lugares que me moría por investigar. Estaba convencido de que allí se escondían verdaderos tesoros. Sin embargo, nada le ganaba al antiguo ropero de nogal, de la habitación de mis padres. Tres puertas laqueadas, un gran espejo al centro y tres pequeñas cerraduras flanqueando el contenido de cada una. Era la misma llave para las tres puertas. Pero como un acto de seguridad, mis padres dejaban la pequeña llavecita sobre el ropero, fuera de mi alcance. Tomarse el trabajo permanente de buscar la llave, abrir, guardar o sacar algo de su interior, cerrar, y devolverla a su lugar, aumentaba mi curiosidad por saber qué había dentro, además de camisas, pantalones y abrigos. A medida que iba creciendo, me iba...

¡Buen día!

Madrugada. Gatos en el techo del vecino me despiertan a los gritos. Voy al baño. Vuelvo a la cama. Vuelta para un lado. Vuelta para el otro. ¿Cuándo volverá el sueño?  Siete de la mañana. No escuché la alarma. Debería estar camino a la oficina. Perdido por perdido pongo a calentar el café en el microondas. Se hierve. Se quema. Rebalsa.  El noticiero anuncia: aumenta la luz, el gas, el agua, la medicina prepaga, los peajes, la comida, la inflación, la desocupación.  Salgo de casa. Hago dos cuadras. La esquina cortada por una reparación. Giro a la derecha. Otra esquina cortada. ¿Quién planifica los cortes?  Avanzo hasta la avenida. El semáforo no funciona. Nadie cede. Cruza el que puede. El colectivo sigue de largo. Ignora el grupo de personas esperando en la esquina. Lo frena el tráfico. Un tipo lo corre. Golpea la puerta para que le abra. No le abren. Patea la puerta. Lo insulta. El colectivo arranca de nuevo. El hombre vuelve a la esquina. Avanzan ...

Un pueblo al norte de mi país

Iruya es un pueblo de la provincia de Salta. Ubicado a 300 kilómetros de la capital salteña, se accede por un angosto camino de ripio, con la montaña a la izquierda y la nada misma a la derecha, no se puede circular a más de 20 kilómetros por hora, a menos que se desee poner a prueba las leyes de equilibrio y gravedad. Todo el mareo y cansancio propios del viaje, desaparece automáticamente al mirar al horizonte, después de la última curva. Cruzando el río, escondido entre enormes paredones naturales, Iruya nos recibe con la imagen de la Iglesia, una edificación de tono amarillo que resalta entre los colores de la naturaleza. Las calles, de piedras y polvo grises, respetan las subidas y bajadas de la montaña. A sus lados, casas bajas, sencillas, sin pretensiones, se mimetizan con los colores de la tierra. Puertas de cardón, la madera debajo de los cactus, abundan. No falta algún perro durmiendo al sol, que de pronto levante la cabeza advirtiendo la presencia de algún visita...