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Tesoros escondidos

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En mi casa había muchas cosas que eran un misterio. O al menos, esa era la entidad que yo le daba, desde mi mente de niño. Los estantes más altos de la alacena; la puertita del vajillero, que se abría hacia abajo;  el cuartito de herramientas, eran sólo algunos de los lugares que me moría por investigar. Estaba convencido de que allí se escondían verdaderos tesoros.

Sin embargo, nada le ganaba al antiguo ropero de nogal, de la habitación de mis padres. Tres puertas laqueadas, un gran espejo al centro y tres pequeñas cerraduras flanqueando el contenido de cada una. Era la misma llave para las tres puertas. Pero como un acto de seguridad, mis padres dejaban la pequeña llavecita sobre el ropero, fuera de mi alcance. Tomarse el trabajo permanente de buscar la llave, abrir, guardar o sacar algo de su interior, cerrar, y devolverla a su lugar, aumentaba mi curiosidad por saber qué había dentro, además de camisas, pantalones y abrigos.

A medida que iba creciendo, me iba dando cuenta de que allí guardaban los regalos de algún cumpleaños;  el sobre con el sueldo cuando cobraba mi papá; la cartera de mamá y documentos importantes como ser la factura de compra de algún electrodoméstico y su correspondiente manual de usuario.

La verdad, debo confesar, es que cuando nadie me veía, jugaba mucho con el bendito ropero. A veces simulaba que era una caja fuerte, apoyaba el oído en una de sus puertas para descubrir la contraseña;  otras veces, llegaba hasta allí con el marco de una lupa sin vidrio, como siguiendo las huellas de un ladrón; o dibujaba un mapa pirata de mi casa y, claramente, la cruz del tesoro era el misterioso placard.

La cuestión es que una vez vinieron de visita unos tíos que, por lo visto, hacía mucho tiempo no se visitaban. Después de los saludos, abrazos, el asado y el flan con crema, mi abuela trajo la bandeja con la jarra de café, los pocillos y la azucarera, mientras mi mamá y mis tíos hablaban de un montón de gente que yo no conocía, al ritmo de “te acordás de…” o “qué será de la vida de…” . De pronto mi tía dijo un nombre. Se hizo un silencio repentino, que fue acompañado por la cara roja de mi mamá, una pitada de mi papá al cigarrillo, e interrumpido por el sobresalto de mi abuela que había servido tanto café en una taza, que se estaba derramando por toda la bandeja.

En ese momento, no entendí por qué, mi vieja me mandó a jugar al living. Trataba de adivinar qué macana me había mandado, pero no lograba identificar una. Cuestión que obedecí, aunque de mala gana, y fui, pero me quedé cerca de la puerta que daba al comedor. Allí, la conversación siguió a bajo volumen. Por más que intentaba parar la oreja, no lograba deducir a qué se debía tanto secreto.  En una de esas, pasa mi mamá hacia su cuarto, y escuché el típico sonido de la cerradura del ropero. Me asomé, sin que se diera cuenta, y la vi agachada buscando algo que, al parecer, estaba muy bien escondido en el fondo. Cuando se incorporó volví rápido al lugar donde estaba jugando. Sentía que el horno no estaba para bollos, así que era mejor pasar inadvertido, antes que ligar un tirón de orejas o un coscorrón.

Mamá pasó por al lado mío con una carpeta grande, la cual puso en la mesa y ví cómo todos se acomodaron alrededor. Iban pasando sus hojas y haciendo comentarios que, al igual que antes, yo no llegaba a oír, pero sí podía ver como mi abuela se secaba unas lágrimas con el pañuelito que siempre llevaba metido en la manga del sweater, o a mi viejo y mi tío prendiendo un pucho tras otro, tapando con humo la posibilidad de hablar.
Estuvieron así un rato, hasta que a mis tíos se les hizo la hora de irse. Mi abuela empezó a recoger la mesa, mi tía hizo ademán de ayudarla pero mi mamá le dijo que deje, que después ella la ayudaba. Fue al cuarto a guardar la carpeta, y al pasar me dijo: venía a saludar a los tíos, que se van. De a poco fuimos saliendo todos hasta la puerta. Creo que se saludaron tres o cuatro veces, y seguían saliendo temas de conversación, por lo que parecía que la tertulia volvía a comenzar. Yo aproveché esa situación para escabullirme adentro de casa, donde sabía que no había quedado nadie, pensando que si la charla de afuera se seguía estirando, tendría algunos minutos libres a mi favor.  

Entré corriendo a la pieza de mis viejos, agarré la silla que mamá tenía al lado de la cama, me trepé a buscar la codiciada llave y la giré, decidido, en la puerta del medio con el espejo. Me agaché y rápidamente encontré la carpeta. La abrí y ví que en realidad era un álbum de fotos. Muchas eran viejas, blanco y negro, y podía ver a mi mamá mucho más joven, a mi abuela con un peinado que había visto en las películas viejas, o a mi abuelo con el “Fitito” que supo tener. Pero también había muchas de un muchacho joven, varias en primer plano, otras junto a mi mamá en distintos lugares, o en mesas familiares de otras épocas.

En eso, escucho los pasos de mi mamá y su voz diciendo: ¿Dónde estás? ¡Saludá a tus tíos! Se quedó paralizada al verme delante del álbum de fotos.

Yo levanté la cara, y con la inocencia de mis 8 años le pregunté:
- Mamá, ¿quién es este señor que aparece en tantas fotos?



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