Tenía nueve años recién cumplidos cuando Gabriel cruzó por primera vez la puerta de su nuevo hogar. Con la respiración agitada y un nudo en el estómago, su mano pequeñita y sudorosa sostenía el bolso con las pocas pertenencias que cargaba. Nuevamente la ilusión y el deseo irrefrenable de que ésta vez sí funcione. La química con la joven pareja fue instantánea, y crecía con cada visita al orfanato. Tanto, que el día que le preguntaron si quería formar con ellos una nueva familia, la respuesta fue un abrazo infinito y un mar de lágrimas por parte de los tres. Todo era nuevo para él. No había tenido tanta suerte las veces anteriores. Pero esta gente parecía amable. De a poco fueron construyendo una rutina familiar, y la verdad es que se sentía cada vez más feliz. Sus tíos y primos eran gente divertida. Su abuela lo llevaba todos los días al colegio y lo esperaba con el almuerzo listo para cuando volviera. El que era un enigma era su abuelo. Ante sus ojos y estatu...