Gabriel
se levanta todos los días cerca de las 6 de la mañana. Se ducha rápido, se
viste y sale para su trabajo. Sabe que el tiempo que le quita al desayuno, se
lo estará regalando al tráfico, pero siente que es mejor llegar cuanto antes a
la oficina.
Durante
todo el día, todos los días, se conecta con el mundo a través de una
computadora. Cientos de correos desfilan por sus ojos y sus dedos. Resuelve,
pregunta, envía, guarda. Muchos de esos emails quedan reservados para después,
para un momento –inexistente- en el que cree que podrá abordarlos con mayor
concentración.
Sabe
de sus amigos, por las redes sociales. Sabe de las noticias, por el diario on-line. Sabe de su novia, por los mensajes que intercambia durante el día. Si
apaga la notebook y vuelve para su casa, siempre existe el celular para
responder un correo recibido después de hora.
Gabriel
fue cayendo en este ritual casi sin darse cuenta. Incluso ha llegado a pensar
que “así son las cosas” hoy en día. Que de esto se trata su trabajo. Que no hay
alternativas. Sólo a veces recuerda que alguna vez afirmó que no quería esta
vida para él. Pero sin darse cuenta, cayó en la trampa, y revive el ritual día
tras día.
Esa
última semana fue especialmente complicada. Los mails no paraban de llegar. Su
mente no daba abasto para responderlos todos. Sus amigos reclamaban su
presencia, cansados de no poder contar nunca con él. Su novia le había dicho
que ya no podía soportar que no le contestara los mensajes con la excusa del
trabajo. Le reclamó que cada día se quedaba hasta muy tarde en la oficina, o
llegaba temprano directo a abrir la computadora y seguir respondiendo
correos. Su madre le reclamó por mensaje
cuánto tiempo había pasado desde su última visita.
El
viernes el tráfico fue un caos. Una marea de autos avanzando lentamente le hizo
sentir a Gabriel que eran como vacas yendo al matadero. Una incomodidad en el
cuerpo, un temblor, un sudor frio, lo abordaron. Desde lo más profundo de sus
entrañas sintió ganas de gritar. Subió el volumen de la música al máximo para
poder hacerlo sin que ningún conductor vecino piense que le estaba pasando
algo. Aunque sí le estaba pasando.
Finalmente
llegó a su oficina. Saludó a la gente a su paso, con poco interés por detenerse
a preguntarle a cada uno cómo estaba. Necesitaba
calmarse para poder comenzar a trabajar. Abrió la computadora y vio la bandeja
de entrada de su correo. Recorría frenéticamente con la mirada los nombres, los
asuntos. Se dio cuenta que no los conocía. Que no sabía quién era esa gente, y
lo que era peor: no le interesaba lo que le estaban pidiendo.
Entonces
comenzó a reír. Primero despacio, tímidamente. Pero luego las carcajadas eran
incontenibles, al igual que las lágrimas. Se rió, a los gritos, con ganas. Con
el cuerpo convulsionando por el acto de reír. Sus compañeros lo miraban
asombrados. Algunos se habían contagiado de la risa, pero otros lo miraban más
preocupados. Gabriel intentó pararse para ir al baño a lavarse la cara. Pediría
las disculpas necesarias al volver. Eso fue lo último que pensó antes de
desplomarse en el piso de la oficina.
Un
destello de luz se coló entre los párpados entreabiertos, tal que lo obligó a
cerrarlos para ir regulando de a poco el contacto visual con su alrededor. A su
lado, una mujer vestida de enfermera parecía esperar que Gabriel reaccione.
- Buenos días Gabriel.
- Buenos días. ¿Dónde estoy?
- Tranquilo, vas a estar bien.
- ¡Pero dónde estoy! Volvió a preguntar, más enérgicamente.
La
enfermera presionó un botón en la pared y al instante entraron dos hombres, uno
de ellos con una jeringa en la mano. Entre los tres lo sujetaron con fuerza,
deteniendo el intento de levantarse de la cama.
Sintió
el pinchazo en su brazo pero aun así siguió haciendo fuerza. Preguntaba por su
novia, por su familia, insistía en saber qué le había pasado, y le rogaba a la
enfermera que le dejara de decir que todo iba a estar bien.
- Vas a estar bien nene. Pero va a llevar tiempo. No es fácil superar un ataque de estrés
Estrés…
balbuceó Gabriel antes de cerrar los ojos, y leer las letras bordadas en el
uniforme de la enfermera: Clínica Psiquiátrica.
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