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Señor Gabriel



Tenía nueve años recién cumplidos cuando Gabriel cruzó por primera vez la puerta de su nuevo hogar.  Con la respiración agitada y un nudo en el estómago, su mano pequeñita y sudorosa sostenía el bolso con las pocas pertenencias que cargaba. Nuevamente la ilusión y el deseo irrefrenable de que ésta vez sí funcione. La química con la joven pareja fue instantánea, y crecía con cada visita al orfanato. Tanto, que el día que le preguntaron si quería formar con ellos una nueva familia, la respuesta fue un abrazo infinito y un mar de lágrimas por parte de los tres.

Todo era nuevo para él. No había tenido tanta suerte las veces anteriores. Pero esta gente parecía amable. De a poco fueron construyendo una rutina familiar, y la verdad es que se sentía cada vez más feliz. Sus tíos y primos eran gente divertida. Su abuela lo llevaba todos los días al colegio y lo esperaba con el almuerzo listo para cuando volviera. 

El que era un enigma era su abuelo. Ante sus ojos y estatura, su abuelo se asemejaba a un gigante. Un tipo alto, robusto, canoso con bigote al tono, siempre impecable y sobre todo, serio. Hablaba poco en las comidas, a veces se retiraba de las reuniones familiares y se iba al jardín a fumar un cigarrillo y mirar las estrellas. Gabriel lo observaba en silencio, casi a escondidas, queriendo adivinar qué era lo que estaba observando. Lamentó hacer ruido y quedar al descubierto. Su abuelo giró la cabeza hacia el lugar donde él estaba, y volvió a mirar el cielo.

-Esas son las tres Marías. ¿Las ves?
-¿Cuáles?
-Vení, acércate. Ahí arriba. Las tres juntas. 
-¡Sí, sí, ahí las veo!
-Allá está Orión. Se forma con otras estrellas. Y esa es la Cruz del Sur. Le dijo su abuelo, quedándose luego ambos en silencio, mirando al cielo.

A lo largo de la vida, su abuelo se convirtió en la voz de la sabiduría. Era muy grato conversar con él. De la nada improvisaba un consejo o un comentario de esos  que te dejaban pensando. Como ese día, que el abuelo estaba en el cuartito de las herramientas, reparando el viejo reproductor de magazines. Gabriel miraba atentamente como su abuelo ponía un tornillo por aquí, como calzaba un engranaje por allá, la meticulosa limpieza de los cabezales.

-Sabés hacer de todo, abuelo.
-Son años… Hay que aprender un poco de todo. Si no, viene cualquiera y te quiere cobrar un ojo de la cara por una reparación.
-¿Pero cómo hacés para aprender tantas cosas?
-Preguntando. Mirando. El saber no ocupa lugar, m’hijo.
-¿Cómo es eso abuelo? 
-Claro. La mente no tiene límites. Podés aprender toda la vida. Pero ojo, también te vas a encontrar algunos vivos que te digan “Gabriel vos que sabés, me hacés esto o lo otro?
-Bueno pero si yo lo sé… puedo ayudar.
-Ayudar sí, pero también te tenés que hacer valer.
-Claro… tenés razón abu.

Gabriel estaba por terminar el secundario. Hacía algún tiempo que estaba pensando qué estudiar en la Universidad. Había leído completa la Guía del Estudiante. Se había hecho el test de orientación vocacional en el colegio. Le preguntaba a todos sus compañeros qué iban a hacer, como para ver si le surgía alguna idea. Pensaba en ello un domingo a la tarde, sentado al sol, al lado de la frondosa planta de jazmines.

-¿Un amargo? – El abuelo estiraba la mano con un mate.
-Gracias abuelo. Me viene bien.
-¿Qué anda pasando hijo?
-No sé qué voy a ser cuando sea grande. No tengo ni idea.
-Pero en la escuela, ¿qué materias te interesan?
-Me encanta contabilidad, me gustan mucho los números.
-Y bueno, probá. Lo importante es estudiar. Para que el día de mañana seas el “Señor Gabriel” en lugar de que te digan “Che pibe, andá a barrer”.
-¡Pero no tiene nada de malo barrer, abuelo! – Dijo Gabriel entre risas.
-¡Claro que no! No digo eso. Cualquier trabajo es digno. Pero haceme caso. Con estudios se te abren otras puertas.

Ese día en la oficina comenzó como de costumbre. La taza de café caliente a un costado, la computadora encendiéndose, y la pila de correspondencia en la bandeja de la izquierda. Rápidamente cada sobre iba siendo acomodado por tema. Hasta que uno en particular lo sorprendió. Venía de una sucursal, adentro tenía algún papel de rutina. Pero lo importante estaba afuera. En letra escrita con birome azul decía “Señor Gabriel”. El consejo de su abuelo había tomado forma. Retiró el contenido y lo puso a un costado. Guardó el sobre en el bolsillo de su saco, respiró hondo y contuvo el nudo en la garganta.

El domingo siguiente, Gabriel se levantó temprano. Preparó el equipo del mate. Buscó el sobre que había guardado en su trabajo y fue al encuentro de su abuelo. Tomaron mate sentados en el pasto. El sol iluminaba el inmenso parque verde.

-¿Un amargo? – Esta vez era Gabriel el que extendía la mano hacia su abuelo.
-Pero cómo no. ¿A ver cómo te salen?
-¿Cómo estás abuelo? Se te extraña…
-Bien m’hijo. No me puedo quejar. ¿Y vos?
-Bien abuelo. Te traje algo. Mirá –dijo Gabriel sacando el sobre del bolsillo e inclinándose sobre su cuerpo para alcanzárselo a ese hombre que ya no veía como un gigante por el tamaño, pero sí por lo valioso de sus consejos.
-“Señor Gabriel” pronunció en voz baja el abuelo, con lágrimas en los ojos.
-¿Viste? Te hice caso… No pudo seguir hablando. El silencio los unió por algunos segundos. No hacía falta nada más.
-Estoy muy orgulloso de vos Gabriel. Desde el día que entraste por la puerta de casa te sentí mi nieto, mi sangre.

Gabriel giró la cabeza, sorprendido por el ruido de una alarma de auto. Volvió a mirar al frente. Se quedó pensativo unos segundos. Lamentó que ese estridente ruido hubiera interrumpido el momento. Juntó las  cosas del mate. Agarró el sobre de papel madera con su nombre en él y se levantó del suelo.

-Hasta la semana próxima, abuelo. Dijo Gabriel, echando una última mirada a la foto ovalada que se encontraba a la izquierda del mármol blanco.

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