Expertos en el estudio de la mente sostienen que el cerebro automatiza algunas acciones que ejecutamos con cierta regularidad, básicamente para ahorrar energía. Tomar todos los días el colectivo, bien puede ganarse un lugar entre ellas.
Mi día arranca a las 6 de la mañana. Luego de postergar la alarma un par de veces, me lavo los dientes, tomo un café, me enfundo en los pantalones y camisas elegidos para la ocasión, y completo la elección del tipo de abrigo que usaré, siguiendo atentamente el consejo del sujeto del clima del noticioso.
Dos cuadras me separan de la parada del colectivo. Si todo sale como es debido, a las 7.11 AM pasa por la estación de Ramos Mejía, el 166 que me lleva a Palermo. Todo es cuestión de llegar a tiempo, esperar un par de minutos en la fila, subir, pagar y acomodarse en un costadito para tratar de tener un viaje lo suficientemente cómodo.
Sin embargo, hubo una ocasión en la que, a pesar de estar cumpliendo con la rutina diaria con disciplina militar, eran las 7.15 y el colectivo aún no llegaba. Me tranquilizó saber que soy un hombre en extremo puntual, por lo que una demora de 4 o 5 minutos no traería graves consecuencias. Con esa calma, confiado en que en cualquier momento llegaría mi transporte, me detuve a ver a la gente que se encontraba esperando delante de mí. Me di cuenta que, de algún modo, los conocía. No es que supiera los nombres, pero la verdad es que esperar todos los días el mismo colectivo, en la misma esquina, para ir para el mismo lado, no sólo te vuelve conocido, sino que casi diría, hasta nos convierte en una suerte de “hermandad”.
Mirando a la gente casi con cariño, noté que la mujer que esperaba junto a un niño –deduje que era su hijo-, un pibito de no más de 8 años, con una mochila de cars más grande que su espalda, y que la madre se encargaba de abrir y cerrar cada dos minutos, en lo que supuse era un chequeo y recontra chequeo de que el menor no se hubiera olvidado nada. Le seguía el flaco de barba, campera de cuero, zapatillas rojas y auriculares tipo vincha de esos de moda. Con un pie en la vereda, parecía mantener su posición en la fila, pero el otro pie y resto del cuerpo estaban sobre la calle, en actitud vigilante. Confieso haber deseado que el sujeto tuviera algún tipo de súper poder para atraer al bondi ya que la postura era realmente estoica, pero a juzgar por el paso de los minutos, se ve que mucho poder que digamos, no tenía.
La verdad es que la espera se estaba haciendo sentir. Puedo dar fe de ello porque el resoplido del tipo de traje que tenía atrás rebotaba en mi nuca y mi oreja derecha. Me iba a dar vuelta a decirle algo pero de sólo imaginarme aspirarme justo la bocanada de aire de mi circunstancial vecino, me mantuvo quietecito mirando para el frente. Aunque lo que tenía en frente no era mucho mejor. Una dama entrada en años (por no decir una vieja) no hacía otra cosa que comprobar al frente que el colectivo no llegaba, para girarse de inmediato e intentar conversar conmigo de que esto era una barbaridad, que llegaría tarde al médico, que tenía médico porque no andaba muy bien de la presión, que el médico le dio la pastilla para la presión, pero tenía que ir a control y llevar la orden a Pami porque si no le dejan de cubrir los remedios, y que “viste como son las cosas hoy en día…” (dando por hecho una cantidad de conceptos tácitos que se suponía que compartíamos). ¿Qué conversaba conmigo, dije? Bueno, espero que la señora se haya quedado satisfecha con mis invaluables respuestas: “ Y sí…”, “Claaaro…”, “Y bué…”
Finalmente llegó el colectivo. Todos nos alineamos rápidamente y empezamos a subir y ocupar un lugar para el viaje. Evidentemente quedé cebado por el ojo agudo de la espera, y el trayecto de ese día me regaló gran cantidad de observaciones. Pero para no aburrir al lector, prefiero contárselas en otro relato.
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