María. Un nombre simple, sencillo, sin pretenciones. Un nombre que le habrán de cambiar con el tiempo, vaya a saber uno por qué. María es hija de doña Magdalena y don Cecilio, allá por los años del Virreynato.
Sólo por el hecho de ser hija de familia acomodada le da derecho a algo que criticará años más tardes en un escrito enviado a su amigo Monteagudo, para que publique en el diario de la ciudad, y es que respecto de las mujeres, sólo las hijas de los ricos tuvieran derecho a aprender a leer y escribir; de lo contrario, estaban condenadas a la oscuridad, relegadas a las tareas de la casa y al servicio de sus maridos.
Pero María era diferente. Con sólo doce años, sabía que no toleraba las injusticias. No concebía una vida sin pasión. Pasión por el pensamiento, por los derechos, por la libertad. Le hervía la sangre cuando doña Magdalena la esperaba en el lujoso salón de la quinta de San Isidro a la hora del té, para repasar con ella -aunque sin admitirle el menor comentario al respecto- la lista de adinerados comerciantes, reconocidos militares o influyentes políticos que pudieran desposarla. En todas las meriendas revisionistas, el viudo capitán Diego Del Arco, resultaba victorioso como el candidato ideal.
El esfuerzo por María para disimular la cara de asco eran inconmensurables. En su mente, que aún danzaba entre pensamientos de la niña que fue y la mujer que despertaba, desfilaban las imágenes de hombres que le resultaban prácticamente ancianos, canosos y acartonados, ávidos de pavonearse con damas jóvenes muchas veces de las edades de sus propias hijas de un precoz matrimonio anterior. No. Eso no era para ella. Eran tan distintos a Martín.
Martín era su primo lejano. Luego de terminar sus estudios en la Real Academia Naval en España había vuelto a Buenos Aires y comenzado a frecuentar diversos salones de familias porteñas. Alto, rubio, de tez blanca y semblante cálido y profundos ojos azules en lo que parecía llevar consigo el mar que tanto amaba. María, con sólo verlo, supo que estaba enamorada de él, y era él quien debía encabezar las listas de su madre.
Tal es así, que en las sucesivas meriendas, María buscama el momento en que el silencio le fuera vedado dando pie a la música de su voz contándole a doña Magdalena por qué debía ser Martín el elegido. El rostro de la madre se mantuvo tieso en una mueca de asombro y horror durante tanto tiempo, que algún hábil artista plástico hubiera tenido el tiempo suficiente para pintar un retrato. No obstante, ese momento debía ser olvidado, censurado y sepultado en la más absoluta obscuridad, no permitir volver a tocar el tema, ni siquiera a mencionar el nombre de ese joven convertido en amenaza para los planes sobre la vida de María.
Pero la terquedad de María le iba a traer más de un inconveniente. Con ayuda de la servidumbre de la casona de grandes jardines. Muchas noches, María se escabullía de su habitación para ir hacia el sector del terruño donde los añosos árboles no impedían a la luna dibujar el sendero que la acercaba a Martín. Él, que esperaba paciente hasta que la muchacha se dejaba ver, sentía que el sonido de su corazón iba a despertar a los moradores de la casa.
Bajo esa luna, bajo ese amor, María le decía una y otra vez:
- Lléveme con usted, Martín. Donde sea, donde quiera. Yo lo sigo. Por Dios que yo lo sigo, pero aquí no puedo pasar un día más viendo como mi madre organiza la boda con don Diego.
- Mi amada María -respondía tiernamente Martín. Sólo Dios sabe cuánto quisera hacer realidad su pedido, pero usted está prometida a otro hombre, y cualquier locura precipitada, la ubicaría en el delito de perjurio. Ámeme María, como yo la amo, pero hagamos las cosas como Dios manda.
Así se repetía esa escena una y otra vez, durante semanas, hasta que un día don Cecilio, padre de María, supo por su criado de confianza de las andanzas de la niña. Sin dudarlo y con el único propósito de preservarla hasta el matrimonio con Diego, llevó a su hija a la Casa de Ejercicios Espirituales y le pidió a las monjas no sólo que la hicieran entrar en razón sobre el camino a seguir por una dama de sociedad, sino que vigilaran atentamente que María no tuviera contacto alguno con el exterior. Al mismo tiempo, Cecilio logró que transladaran a Martín a un destacamento en Cádiz, donde estuvo al menos tres años. Una eternidad para dos jóvenes enamorados. Lo que Martín no sabía es que con ayuda de una monjita joven, enternecida por la situación de María, la había ayudado a hacerle llegar una carta al mismísimo Virrey Sobremonte. En ella, María le pedía protección contra lo que consideraba un abuso de sus propios padres, al querer casarla por la fuerza por un acuerdo que no contaba con su más mínimo consentimiento. Frases como "así me es preciso defender mis derechos" o"quién diablos inventó el matrimonio indisoluble? No creo que esto sea cosa de Dios. Es una barbaridad atarla a una a un matrimonio permanente".
Era el año 1803 y Martín estaba de vuelta. Era 1803 y el Virrey autoriza todos los casamientos frenados por los padres que hubiesen acordado otros, contra la voluntad de al menos uno de los contrayentes. En menos de dos años, la feliz pareja hacía realidad su sueño de casarse. Sus derechos habían sido respetados.
Una vez asentados en la casa familiar de María, las noches porteñas eran testigo de las tertulias, reuniones informales y períodicas sobre los ideales patrióticos que cobraban cada vez más fuerza. Por sus luminosos salones con pisos de madera, dinteles de mármol y sus arañas de plata, la mesa de caoba a un costado y el inmaculado piano de cola, desfilaron Alberdi, Rodríguez Peña, Belgrano, Larrea y Matheu, entre otros. María prefería las reuniones con los caballeros, el acalorado diálogo sobre los asuntos públicos, que las charlas de las esposas de los invitados, sobre el servicio doméstico, la última moda en la Gran Bretaña, o relatos inciertos sobre alguna damisela ausente, que se convertía en la comidilla de la velada para las señoras.
María fue considerada años más tarde, como una de las mujeres argentinas más inteligentes y comprometidas con el nacimiento de la patria. No fue una casualidad del destino que en el salón de la quinta Los Ombúes, de su propiedad, un poeta argentino y un músico catalán, dieran vida a lo que se cononociera como Marcha Patriótica. Cuando María repasó sus estrofas, sintió que fuego corría por sus venas y que el corazón estaballa de júbilo. Esa noche, ante sus invitados, María cantó, recitó u talló en la mente de cada presente, frases como esta:
Oíd mortales, (sí, ustedes, nosotros, todos) oíd mortales el grito sagrado:
Libertad, libertad, ¡¡¡Libertad!!
Oíd el grito de rotas cadenas, cadenas que le permiten a España jugar con nosotros como burdas marionetas.
Ved en trono a la noble igualdad. Igualdad de hombres, mujeres y niños, con derechos y deberes iguales en esta joven nación.
Y los libres del mundo responden
al gran pueblo argentino, salud... Salud!! Brindemos por esta Argentina que nos necesita, brindemos por nuestros jóvenes y sus ideales inquebrantables. Salud, salud!!
Esa noche, María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, más conocida como Mariquita Sánchez de Thompson, le había puesto el cuerpo y el corazón a nuestro Himno Nacional Argentino.
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