Con sus 15 años recién cumplidos, y por unos módicos 500 pesos argentinos por cabeza, Beltrán había entrado a la Argentina junto con otros 5 compatriotas de su Bolivia natal, rodeados por una muralla de bolsas de cebolla que el chofer del camión había distribuido convenientemente de modo tal que quedara un cuadrado en medio de la caja, donde se pudieran sentar con las piernas juntas para no ocupar mucho lugar, sus improvisados pasajeros.
En general no era necesario tomar demasiadas precauciones. El camionero conocía a todos los oficiales del puesto de frontera, pero no iba a ser cosa que justo hubiera algún cambio de guardia y le saliera caro el favorcito. Beltrán y sus compañeros hicieron silencio cuando el vehículo se detuvo y, a juzgar por las risas y bromas inentendibles, parecía que no había de qué preocuparse.
El traqueteo y el calor despertaron a Beltrán. El sol daba de lleno en las cebollas y se respiraba un vapor hediondo que les revolvía el estómago a los muchachos, pero sabían que tenían que contenerse; lo último que le faltaba al viaje era agregarle olor a vómito. Había que tratar de dormir todo el tiempo posible, y no pensar.
Ya estacionado sobre Comodoro Py, en la larga fila de camiones que esperan entrar al Puerto de Buenos Aires, Beltrán y sus compañeros de viaje escalaron por encima de las bolsas y bajaron del camión por un lateral. Se saludaron de mano y cada uno emprendió su camino hacia el destino que los había traído hasta allí.
- Por ésta derecho hasta Alem, de ahí derecho hasta la Casa de Gobierno. No te la podés confundir porque es rosa. La rodeás y a la vuelta sobre Paseo Colón está la ANSES - Le dijo el diariero que esperaba que la próxima luz roja del semáforo le trajera nuevos clientes.
Beltrán caminó al rayo del sol las 40 cuadras separaban un punto del otro. En el camino quiso preguntar algunas veces más para estar seguro de no perderse. Buenos Aires lo estaba mareando. Sus ojos no daban abasto para captar tanto movimiento. Los edificios se elevaban infinitos, la gente iba y venía empujándose unos con otros, el sonido del tráfico le resultaba ensordecedor y el olor a combustible le resultaba casi peor que las cebollas del camión.
Finalmente llegó a la oficina pública. Sacó número con ayuda del guarda, esperó pacientemente su turno y presentó los papeles que traía consigo de manera ordenada en un sobre color madera, preparados bajo las recomendaciones de su primo que ya había venido al país unos meses atrás y le había dado todas las indicaciones correspondientes, para poder tener un trabajo en blanco. Desde entonces no había podido volver a hablar con él, pero se sentía confiado y afortunado.Todo estaba correcto, así que Beltrán salió de allí con su CUIL provisorio.
Tocó timbre en la casa de frente gris y rejas negras. La persiana estaba baja. No se percibía el más mínimo movimiento. Volvió a tocar timbre, temeroso de tener mal la dirección, pensando en la travesía de llegar hasta ahí. Una voz del otro lado de la puerta preguntó:
- ¿Quién es?
- Beltrán Campos. Vengo de Parte de José Carlos Campos, mi primo, que me dijo que trabajaba aquí. ¿Le conoce usted?
- Espere -dijo la voz.
Tres cerraduras distintas se oyeron girar. La puerta se abrió lentamente y un hombre morocho, de jean recto, camisa beige de mangas cortas y chaleco negro de polar abrió las dos cerraduras más en la reja. Hizo pasar a Beltrán, miró hacia ambos lados de la vereda y rápidamente manipuló las 5 llaves como la destreza digna de un carcelero.
- ¿DNI?
- No lo tengo aún- dijo Beltrán.
- Cédula boliviana?
- Aquí está.
- La guardo yo. ¿Algo más? ¿Dinero, pasajes?
- Estas monedas y esta tarjeta para el ómnibus.
- Dame todo. Pasá por acá.
El lugar apestaba. Beltrán no podía descifrar exactamente a qué. Mientras caminaba se quedó pensando si se ese olor sería permanente o algo ocasional.
- Aquí trabajamos de las 6 a las 10 de la noche. Te tomás un mate cocido con pan y arrancás, no hay tiempo que perder. A las 12 del día y a la noche cuando terminás te agarrás un plato de guiso y lo comés en tu pieza. -Dijo el tipo que le había abierto la puerta.
Mientras decía esto, caminaban por un pasillo de ventiletes tapiados y una lamparita que daba muy poca luz. El capataz -según había asumido Beltrán quién era el anfitrión- entró en una habitación sin ventanas y con 6 camas cuchetas en las que se podía ver delgados colchones sin sábanas, y alguna frazada revuelta en la punta.
- La tuya es la última. Dejá tus cosas y vení.
- Este es tu lugar. Lo que hacemos acá es muy importante. Tiene que quedar perfecto.
- ¿Ropa de chicos? Preguntó Beltrán.
- No cualquier ropa de chicos. La mejor. Pensá que trabajamos para una empresaria muy famosa acá.
Mientras tanto Beltrán se sentaba delante de la máquina de coser y corría a un costado la cajita con las etiquetas de los talles y la marca, escrita en una bonita letra roja.
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